9/9/21

Zenzontla


 

Quizá hasta empecemos a tenernos miedo uno al otro.

“Talpa”, El llano en llamas, Juan Rulfo

 

 

Llegó a mi consultorio con algunas marcas todavía moradas en los párpados. Le faltaba un incisivo superior, de raíz; el otro estaba partido. Así y todo, me pareció hermosa.

La placa radiográfica reveló que ninguno de los dos dientes podría salvarse. Ella no tenía dinero para implantes. Lloró. Aquel primer día, lloró. (Sigue llorando todavía.)

Sin duda, su llanto no era ni por la falta de dinero ni por los dientes perdidos, sino por el golpe, o más bien por el dolor que arrastran esos golpes cuando, además, han magullado la dignidad.

 

Tal vez porque me enamoré en ese primer momento –no lo supe entonces-, le propuse revisar la posibilidad de solucionar su problema de alguna manera. En realidad, no había otra manera que renunciar a mis honorarios y proporcionarle los materiales (pagándolos con mi bolsillo).

Se fue más aliviada. Desde la puerta, me dedicó una sonrisa de gratitud, con los labios bien apretados, para ocultar los orificios de su tristeza.

 

El tratamiento fue largo.

La trompada había roto parte del alveolo. Necesitaría una reconstrucción minuciosa, dolor, anestesia, horas.

Semanas y semanas de verla entrar al consultorio como si pisara un refugio, como si huyera de una guerra, como si saliera de un calvario para llegar a una trinchera. Semanas y semanas de esperarla y alegrarme por su llegada. Sin saber muy bien por qué, al principio.

 

Mientras Natalia permanecía con la boca abierta y yo hacía mi trabajo, la poca distancia que nos separaba se llenaba de un aire dulce. No podía dejar de mirarle el cuello, los párpados entornados, la cortina de pestañas por la que, de tanto en tanto, escapaba una lágrima. Alguna de esas lágrimas dejó de hablar de vergüenza y dijo de cierta emoción. Alguna parte de esa emoción se le notó en el ritmo más acelerado del pecho.

 

Pasó un tiempo hasta que se animó a abrir los ojos y sostener mi mirada, apenas segundos. Durante esos segundos, mis herramientas se volvían torpes, inútiles.

Y pasó un tiempo algo más largo hasta que la vi sonreír contra el espejo: los dientes blancos, nuevos, brillantes. Restaurada la herida. No la entereza. No.

 

Para entonces yo ya sabía del marido golpeador, de la resistencia de Natalia a hacer una denuncia porque le tenía miedo, del empecinamiento de su secreto y del desgaste absoluto de un matrimonio que se había ido rompiendo entre puñetazos y bravuconadas.

Mientras ella no podía hablar, la boca abierta y sufrida, le aconsejé que pidiera ayuda, que contara su situación; le advertí que corría peligro, que los golpeadores no cambian. Los suspiros y las gárgaras llenas de congoja contestaban una negativa absoluta.

Cuando pudo hablar, me confesó que odiaba al hombre pero vivía presa de sus amenazas.

Yo también lo odiaba: lo odiaba, ya, como se odia a un rival.

 

Y pasó un tiempo no tanto más largo hasta que nos abrazamos y la besé, en medio del olor a creosota y las pinzas de cirugía.

Y apenas minutos más hasta que hicimos el amor en el sillón.

 

Nuestros encuentros estuvieron reducidos, durante meses, a la intimidad del consultorio. Perdí pacientes para estar más tiempo con ella, perdí el interés por mis tardes de paleta, perdí los límites capaces de contener mi odio y mi zozobra.

No soportaba que Natalia demorara un segundo más de lo previsto. Me daba por imaginar que el energúmeno la estaría golpeando; que, otra vez, aparecería con las marcas violáceas y la boca partida.

Perdí la templanza. Perdí el sueño.

Y empecé a espiar su vida fuera del tiempo de nuestros encuentros, escondido, como un detective inconsolable. 

 

El tipo era canoso, grandote, con barba. Tenía las cejas tupidas, una mirada torva, un aire displicente para fumar mientras conducía su auto. La violencia se le notaba hasta en la forma de caminar. Pisaba con fuerza, con ímpetu militar, como si sus pies pudieran destrozar las baldosas; sacando pecho, el mentón alto, sonriendo de una manera cínica y pacífica. Se vestía con ropas oscuras, chaquetas con insignias y charreteras, cinturones anchos, anillos pesados. Reconocí de inmediato el prototipo. Era de los que se sienten seguros de poder controlar al mundo, de los que rechazan cualquier atisbo de humildad, de los que se ríen fuerte rascándose los testículos y toman de un trago todo el contenido de un vaso de whisky.

Lo tuve más de una vez frente a mí, apenas a unos metros, en la calle, en un café, y hubiera ido a las patadas contra su cuerpo de no haber sido por las súplicas desesperadas de Natalia.

También los vi caminando juntos. Ella, pequeña y empequeñecida; él cargándole en los hombros todo el peso de su brazo poderoso.

 

Natalia me prometió, en aquella etapa, cuidarse mucho, no provocarlo, no irritarlo. Me aseguró que iría buscando soluciones: hablar con una amiga, empezar a pedir auxilio poco a poco, mantenerse alerta. Se atrevió a sacarle las balas al arma permanentemente cargada que él guardaba detrás de un mueble, escondió los cuchillos más filosos, procuró tener el móvil siempre a mano. Pero, mientras, durmió en su misma cama cada noche, cada noche se dejó poseer, cada mañana y cada día lo atendió y le cocinó simulando un amor que, según ella, permanecía deshecho en el desprecio y atizado por el pánico. Yo supuse que, no obstante deshecho o atizado, ese amor permanecía. Y solo sospecharlo se me hizo insoportable.

Odié a ese hombre mucho más de lo que lo odiaba ella.

Y decidí que debíamos matarlo.

Cuando se lo propuse, Natalia desapareció de mi vida, aterrada.

 

 

Me enfermé. Empezaron los cólicos renales, las noches de retorcerme en la soledad, las internaciones de urgencia, la cirugía que se impuso sin muchas razones clínicas, aunque sí justificada por mi estado calamitoso y mis dolores sin frontera ni analgesia.

Fui ese harapo, ese tormento, esa desgracia, esa impotencia.

Hasta que Natalia volvió un día a mi consultorio, los dientes intactos y un solo hematoma que le abarcaba los dos brazos, la frente, la nariz. La integridad.

Y nos fuimos juntos a una isla del delta.

 

El encanto y la pasión duraron, exactamente, diez días. Diez días en los que yo resucité y Natalia se fue muriendo como una planta sin agua.

Yo mismo salí al muelle y detuve una lancha para que se la llevara de nuevo a la tierra de sus torturas.

La noche anterior, con unas copas de vino y de felicidad de más, había vuelto a sugerirle que era necesario matar al energúmeno. Me equivoqué al decírselo. Armé otro de nuestros finales.

La vi subir a la lancha y deslizarse en silencio hacia la oscuridad.

 

Decidí quedarme unos días más en la isla. Necesitaba asimilar lo imposible; quizá, ensayar el olvido.

En la casa había una biblioteca arcaica de libros amarillos con olor a humedad. La vida en el delta es húmeda para los ojos, para el papel, para los días.

Encontré un libro de un tal Juan Rulfo, un libro ocre y medio desarmado que, por algo, quise leer. Eran historias tristes, todas. Una manta de polvo seco cubría las páginas y las voces de los personajes. Todo era crimen y pobreza: la muerte se volvía necesaria, a las vacas se las llevaba el río, los hombres no tenían territorio.

Yo necesitaba de todo ese desconsuelo o, quizá, la poesía era tan intensa que mi tristeza intentaba encontrar un mínimo contraste.

Entonces leí “Talpa”.

Me sobresalté al descubrir el nombre de Natalia en esas páginas. Tuve la sensación de que Rulfo me mandaba un mensaje desde vaya a saber dónde. Empecé a sentir la taquicardia.

Llegará la noche y nos pondremos a descansar. Ahora se trata de cruzar el día, de atravesarlo como sea para correr del calor y del sol. Después nos detendremos.”

Y de pronto pensé que habíamos hecho bien en separarnos. Natalia, mi Natalia, se iba por el río a buscar, quizá, su muerte. Yo tenía la mía, propia, inexpugnable, en aquella empapada soledad. Pero ni ella ni yo quedaríamos presos de la culpa.

La perdoné.

La amé más, aun, al perdonarla.

 

 

Natalia lo mató. Dijo que por mí. Yo creo que por ella.

Después de una discusión, él buscó el revólver para amenazarla, como había hecho tantas veces. Y ella, dice que por mí, (yo creo que por ella) siguió provocándolo, insultándolo. Cuando él quiso disparar, se dio cuenta de que faltaban las balas.

Natalia ya tenía en su mano el cuchillo más filoso. Él, desconcertado y furioso, arremetió para pegarle, ella le hundió el cuchillo en la garganta. Y así.

No surgió ninguna duda de que fue en defensa propia. No surgió ninguna duda en cuanto al derecho a su libertad, a la mía, a la nuestra.

Apareció en mi consultorio después de unos meses, radiante, libre de todo cargo, a anunciarme que podíamos empezar una nueva vida.

 

Pero ahora no puede olvidar el cuchillo clavado en la garganta, los segundos que significó esperar, de rodillas junto a la sangre, la corroboración de la muerte. Y, como alucinada, a veces (muchas), repite:

“Me parece que todavía respira”. 

Y yo me acuerdo de Rulfo, aunque no quisiera. Me acuerdo de las frases finales de ese cuento.

Es inevitable preguntarme qué hubiera pasado si Natalia, la mía, esta triste Natalia que duerme a mi lado, esta que llora y se hace preguntas, hubiera leído ese cuento.

 

“Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado a ninguna parte, que estamos aquí de paso, para descansar, y que luego seguiremos caminando. No sé para dónde; pero tendremos que seguir, porque aquí estamos muy cerca del remordimiento y del recuerdo…”

 

Aun cuando tuvimos razón.

Aun cuando tenemos derecho.

 

La culpa nunca es amiga del amor.

 


                                                                  Publicado en Rulfo, cien años después. Huso editorial.

 

 

 

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