LA
NOVIA DEL RATÓN MICKEY
Hasta que yo misma dije basta, mis
padres insistieron en devolverme algo así como una cara: ese esquema
frecuentemente armónico en el que hay dos ojos, una nariz, una boca.
Yo no tengo boca. Es una hendidura
informe, una pequeña esponja de satén. Alrededor, creció una carne también
informe; un encaje rosado, gris en algunos ángulos, surcado por grietas
verticales.
Fue mi piel la que no obedeció, se
contrajo y se dilató, volvió a encogerse y volvió a ensancharse.
Hay fotos (pocas) de mi infancia:
gestos torcidos, planos velados, dientes diminutos; sospecho el intento de una
sonrisa.
En la contienda de echarse culpas,
mis padres terminaron por separarse. Creo que buscaron la forma de repartirse
el tormento que significaba mirarme todo el tiempo. Sin embargo, siempre sentí
que la culpa había sido mía. Acaso tengo cierta memoria de mi mano alcanzando
el mango de la sartén. Después, no recuerdo nada. Ni siquiera el dolor.
Ayer me quedé observando a mi sobrina
Emma. Tiene tres años, como yo en el momento del accidente. Ella jugaba a meter
unas cuentas de colores en una pequeña vasija de cerámica, un permiso
erróneamente concedido por nuestra distracción. De pronto, la vasija golpeó
apenas el piso y se quebró. Vi los ojos aterrados de Emma clavarse en los míos,
consciente de que había hecho algo mal. Un instante. Enseguida corrimos a
levantarla para evitar que se cortara y Emma rompió en un llanto desesperado:
el llanto de la culpa.
¿Lloré cuando volqué el aceite
hirviendo en mi cara? ¿Entendí que la catarata ardiente que me dejó ciega fue
por culpa de mi brazo extendido?
A los diez años, más o menos, mi
abuela paterna me dijo, en secreto (y con malicia), que una buena madre jamás
deja algo peligroso en la hornalla más expuesta de la cocina. Jamás culparé a
mi madre. Fue mi curiosidad la que se alzó hasta el peligro, fue la inocencia
de Emma la que resquebrajó la vasija.
No recuperé toda la piel de los
párpados. Mis ojos tienen la luz radiante de un pez recién sacado del agua, un
aire como de asombro rodeado por muy pocas pestañas.
Veo bien; finalmente, después de
mucho, veo bien.
En el resto de mi cara, kilos de
cremas, decenas de injertos y varias cirugías acomodaron un poco algunas
expresiones: puedo fruncir el ceño si me enojo, puedo juntar los labios y
soplar, y puedo sonreír, aunque no se note demasiado. Siento que estoy
sonriendo, nada más, con el tatuaje incompleto de mi boca, entre las franjas
brillantes de las cicatrices.
De alguna manera, me acostumbré a las
miradas de los otros: compasivas, horrorizadas, disgustadas. Si mis compañeros
de colegio se burlaban de mí, traté de no hacer mucho caso. Más bien, los
compadecí. Intuyo que les habrá resultado difícil tener que encontrarse, todos
los días, frente a frente, con el perfil del espanto.
La adolescencia fue más complicada:
las otras chicas empezaron a maquillarse, a ensayar mohines seductores, a
compararse, a competir. Trataban de no hablar de esos temas si yo estaba
presente, se avergonzaban si hacían algún comentario que yo no debía escuchar.
Soslayando algunas crueldades inevitables, me cuidaron, fueron piadosas
conmigo.
Y tal vez por piedad, para la
graduación del primer ciclo, organizaron una fiesta de disfraces.
Fui la novia del Ratón Mickey.
La careta era perfecta y no me
faltaron ni el vestido a lunares ni las medias negras. Bailé y me reí como los
demás. Fue hermoso comprobar que existía un modo de anular, aunque más no fuera
por un rato, la consternación y el rechazo que causaban mis facciones horrendas.
Debajo de la máscara sonriente y
cándida, yo seguía allí, rígida bajo el falso resplandor de mi alegría.
No obstante, entendí que me gustaba
más provocar risa que lástima. Entonces empezó mi peregrinaje por las casas de
disfraces.
Fui sucesivamente Gatúbela, el Payaso
Maldito, el Chavo del Ocho, Maradona, Daisy, el Hombre Araña.
Cualquier fiesta –mi cumpleaños, la
Navidad, Halloween o un cierre de curso- era la ocasión para usar mis telones
de ocultamiento. Me invitaban por eso, me celebraban por eso, se divertían por
mi ocurrencia, o por mi coraje. Solo los que llegaban a verme con la cara
descubierta comprendían que el juego no era tal; o sí: después de todo, era
jugar a no ser yo, con un empeño enorme por tratar de ser yo de una vez por
todas.
Ahora me hablan de dos opciones: una
nueva cirugía, muy probablemente exitosa, a cargo de un equipo de cirujanos
plásticos que se dedica a estas reconstrucciones. Mis padres se reunieron a
conversarlo y vi la preocupación que les supondría ese gasto. Andan llamando a
organismos de salud, hacen cálculos, se deprimen. Ya ni siquiera pelean. Soy
casi mayor de edad, quiero que queden exentos de seguir arrastrando el peso de
mi monstruosidad. Tampoco quiero el sufrimiento de volver a operarme.
La otra opción, también una novedad,
es una máscara. Son casi perfectas. Ya se usan en el cine y, en ocasiones, han
servido para estafas y robos. Es como de ciencia ficción, pero existe, leí
mucho sobre el tema en las redes.
Aquella primera vez, cuando fui la
novia del Ratón Mickey, pensé que la felicidad era posible si yo dejaba de
existir. Tremendo error: existo, y he podido con muchas adversidades.
Antes de comprenderlo, quizá, hubiera
elegido una máscara de Marilyn Monroe, la más hermosa del mundo, la del lunar
en la mejilla, los ojos rasgados y los labios bien rojos.
Pero sería una burla, una manera más
de reírme de mí misma, jugar con el contraste imposible entre la fealdad y la
belleza.
Todo lo que pensé que la fealdad no
me había permitido ser, el vacío, la carencia, esa condición por la que tantos
ojos se cerraron frente a mi imagen, se compensaría con las miradas abiertas y
extasiadas ante la belleza de una Marilyn que ya no existe, que se quemó con
todos los fuegos, que dejó plantada la estampa de la perfección. Tal vez, su
belleza no fue más que el envase de otros muchos dolores. Sospecho que vivir
para siempre dentro de un disfraz debe
ser un tormento, una permanente sensación de encierro.
No me imagino, cada noche,
arrancándome el brillo espléndido de Marilyn para encontrarme ante el espejo
real y ceniciento que me pertenece.
Tampoco me imagino, otra vez, en un
quirófano.
Como sea, como puedan, estos labios
deformes seguirán intentando sonreír.
Yo sí, Marilyn, yo sí voy a tratar de
ser feliz. Te lo prometo.
(de M.M. Vencejo Ediciones)
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