Le
pareció. Al principio, solamente le pareció.
Y siguió
cosiendo perlas con forma de lágrima en el centro de los azahares de tela.
Dos perlas
lágrima, cuatro, diez perlas lágrima.
Y té con
edulcorante una manzana y la radio.
Hubiera sido descabellado seguir
viviendo tan solas después de que la madre enviudó. Y si se quedaron en Adrogué
tanto tiempo, pese a lo que había pasado, fue por la exigencia absurda del
padre; un capricho, un imperativo.
Pero
cuando él murió pusieron la casa en venta, por fin, para mudarse a este
departamento, un primer piso a la calle. Y conseguirlo ahí, justo enfrente del destacamento policial,
realmente, pareció obra de la providencia.
Volvió a mirar. El policía también la
miró.
La providencia. Como si fuera tan
fácil deshacerse del fantasma del pánico.
Ni
siquiera junto a esa ventana. Ni siquiera después de tantos años.
La tarea
es minuciosa, prolija, delicada, pero los ojos ya no necesitan seguir el curso
de la aguja que arrastra un hilo blanco, casi transparente; lo va llevando, lo
acompaña dando vueltas y lo mete en el conducto de la perla; lo rescata, tenso,
obediente; el hilo y la aguja sujetan la perla, la envuelven, la van apretando
contra la tela suave. Diez perlas lágrima. Quince, veinte.
A veces, de la comisaría salen caras.
Son caras precisas, con rasgos precisos, con el preciso espanto de la cara de
la bestia, que no se borra nunca.
Son caras
de hombres que llegan o se van, a veces esposados, a veces a empujones,
resistiéndose. A veces los llevan a otra parte en un camión celular. Algunos se
entregan; otros, salen libres a la calle, fastidiados o risueños. Algunos
tienen caras horrendamente parecidas a la del hombre que se metió en la casa de
Adrogué, algo como una sombra de barba o una mueca de recelo o un gesto
extraviado. O la cara de éxtasis que tenía la bestia que se metió en la casa de
Adrogué.
Por suerte, el hombre de azul está
siempre ahí; está quieto, o silba, o contesta preguntas, o camina de un lado a
otro con las manos en la espalda y con el machete rígido, colgando,
balanceándose, golpeándole los muslos.
El hombre de azul que hace guardia,
hoy, la mira. Ahora está segura de que la mira.
Otra perla lágrima, y el sol, y una
cinta de raso, y una flor de azahar, y tul. Y tomar la vitamina “ C “,
comprobar si está nublado o refrescó, colgarse en el paisaje estático de la
vereda de enfrente: bandera, escudo y centinela. Una galleta de salvado una
perla lágrima y la radio.
Porque, en realidad, esa imagen hace
que se sienta protegida; sabe que, desde allá,
está incorporada a una parte del paisaje, que la reconocen, que ya casi
de memoria le adivinan los movimientos con que cose perlas a los ramos de
novia.
Desde
enfrente, la cuida un hombre de azul que no tiene cara porque puede tener todos
los días una cara distinta; puede ser
más alto o más bajo, más amplio o más delgado.
Aunque el de hoy tiene ojos; seguro que tiene ojos porque la
está mirando. Y también tiene labios, porque se pasa la lengua por los labios,
mirándola.
Una perla
lágrima un azahar y la radio.
Los
cuadraditos de los anteojos son como un balcón, una baranda para que la mirada
se decida y se apoye en toda esa curiosidad que cruza la calle, que baja por el
mástil de la bandera, que se encuentra con una lengua y unos ojos que no tenían
cara, que sigue bajando y pasa por el arma que cuelga, negra, en el cinturón negro;
y por la mano del hombre de azul que también baja y ahora está desabrochando,
lentamente, el pantalón. Mirándola.
No importa que se ensanche el agujero
de la memoria, que se proyecte la escena de otro revólver frío, incrustado en
el cuello, justo cuando llegaba a la casa de Adrogué. No importa que se mezcle
el murmullo de la radio, zumbando, con la voz ronca diciendo entrá o te mato, y
el aire que se iba, y el grito que no podía salir de la garganta, el encierro
en el baño a oscuras, los azulejos oscuros, el llanto de la madre en el otro
extremo de la casa, los sonidos, extrañamente cotidianos, de cajones y puertas
cerrándose a los golpes, las cosas cayéndose, los libros, la tapa del piano, la
puerta del baño abriéndose y el tirón en el brazo, la espalda rebotando contra
la cama, la ropa chillando por desgarrarse a manotazos, la otra lengua caliente
en los pezones, el pelo tironeado como
por garras, la cara de la bestia, el dedo doloroso en el ano, las piernas
abriéndose a la fuerza hasta poder quebrarse, y el trépano, y el trépano, y la
furia, y el crucifijo girando, allá arriba, como giraban estúpidamente todas
las cosas de la habitación.
Todavía, a veces, siente las tenazas en
los brazos cuando cose perlas en el centro de los azahares.
El hombre
de azul que no tiene cara y la cuida, también tiene respiración. Y desde la
cocina se huele dorado el caldo amarillo para el almuerzo.
Una perla
lágrima el vidrio empañado con el aliento y la radio.
El hombre
de azul dedica cada movimiento de su mano a los ojos balcón que ya no pueden
despegarse.
Allá, en Adrogué, hace muchos años,
quedaron el silencio escandaloso de los gorriones y el verde oscuro de las
sombras. Quedó la cara de la bestia. Quedó la voz del padre, sentenciándola por
imprudente, determinando volver temprano o no salir; mejor, no salir; no
atender a nadie, no recibir a nadie; mejor, no hablar con nadie. Mejor, ir
pensando, para el resto de los días, en armar ramos de novia para otras novias.
Y vivir en Adrogué hasta que él se muriera.
El hombre
de azul tiene labios, lengua, respiración, calor, ojos. El hombre de azul,
apoyado en la garita, pegado al cordón de la vereda, no se parece a la bestia.
Este rumor que a ella le va saliendo del pecho no se parece al estertor que
rompía, que sonaba con asco. Esta serenata creciente no se parece al otro
miedo, ni a la desnudez ni a las lastimaduras, ni a los jugos ni a los dolores.
Y nadie los ve.
Allá, en Adrogué, quedó la lentitud morbosa de
las miradas de los otros y quedó la vergüenza.
Ahora es un concierto de impulsos
entre la mano del hombre y la mano de ella, que sujeta el tallo de un ramo; y
los azahares y los tules que se enredan; y la aguja, quieta, que quiere
enhebrar otro hilo, guiarlo, meterlo por los tubos, volver. La boca contra el
vidrio, los ojos decididamente contra los ojos, el aire y los olores,
tocándose, como si la calle no existiera. Rítmicas las manos, blancas; la de
ella, casi de novia, temblando entre las telas y el nácar; la del hombre,
vigorosa, perdiéndose en el color uniforme del azul; acompasadas, enérgicas,
cada vez más rápidas. Es un tambor la rodilla que golpea la mesa, una secuencia
de percusiones, un cascabel el tintineo de la cuchara en la taza vacía de té.
Son lamparones opacos los que se forman en el vidrio cuando las cuerdas vocales
responden a los músculos que se endurecen, es un ronquido y es una canción y es
una nota prolongada y aguda; y es un ramo, blanquísimo, que vibra, que se
sacude, que explota, que se deshace en una infinitud de perlas lágrimas
volcándose, escurriéndose entre las piernas de ella, queriendo saltar por la
ventana, brotando desde lo azul.
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