5/8/07

COLGADAS Y HÚMEDAS


Ahora la voy a llamar. Tengo que avisarle que dejó las medias de Patricio en la soga. O no. No hace falta que la llame por eso. La voy a llamar para decirle que las medias de Patricio en la soga me producen algo extraño; que un par de medias chiquitas, en esta casa, se ven raras. O no. A lo mejor no entiende lo que quiero decirle. A lo mejor piensa que me molesta que se las haya olvidado. A lo mejor no soy capaz de explicarle lo que significa ese par de medias, chiquitas, húmedas, colgadas en la soga, lavadas por mí, que nunca lavé algo tan chiquito, que nunca lavé algo de algo parecido a un hijo.
Primero voy a escribir y después la voy a llamar. A lo mejor escribiendo puedo poner en orden las sensaciones. Voy a escribir desde el principio: desde que vino aquella tarde, tocó el timbre y me dijo soy Adriana. Yo pregunté qué Adriana. Se quedó callada del otro lado de la puerta. Volví a preguntar qué Adriana. Y dijo, como con miedo, la mujer de Gustavo.
Y no le abrí.

La segunda vez vino más decidida. La voz sonaba firme: Ábrame la puerta, por favor, necesito que hablemos. Gustavo vive en Rosario.

En realidad, yo, de ella, sabía poco. Que prácticamente tenía mi edad, que era linda, que trabajaba en la municipalidad, que la casa donde vivían con Gustavo era alquilada. No aceptaba que nadie me contara nada. Gustavo me dejó por ella y basta. Que sean felices, pensé. Y se acabó la historia.
Pero la gente disfruta revolviendo en la vida de los otros. Cada tanto, alguien se acercaba con cualquier excusa y terminaba contándome algo de ellos dos. A lo mejor, realmente, querían consolarme, y se concentraban en los detalles sombríos: que a Gustavo no se lo veía bien, que tomaba, que todas las noches iba al café de la placita, que se comentaba que la mujer no podía tener hijos. Y a mí qué.

Esa segunda vez sí le abrí la puerta. Mal, porque me resultaba horrendo que hubiera tenido el coraje de venir a mi casa. Por otro lado, la curiosidad era más fuerte. La hice pasar a la cocina, como para no darle importancia. Que se sentara, si quería. No le ofrecí nada ni tuve ningún gesto amable. En realidad, estaba temblando. Las dos estábamos temblando.

Empezó con que Gustavo se había ido a vivir a Rosario. Menos mal, pensé, cuando me dejó a mí se alejó menos de veinte cuadras, cuando me dejó a mí siguió paseándose delante de todo el mundo para humillarme más. Después me preguntó si sabía que habían tenido un hijo.

Le contesté que no.
Mentira: lo supe, enseguida. Me lo contaron por teléfono, un llamado anónimo, alguna de mis amigas misericordiosas. Pero le contesté que no para no ceder, para no mostrar mi orgullo herido, para no revelar el desasosiego al que nunca pude acostumbrarme.
Es adoptado, me dijo. Yo no puedo tener hijos. Lo adoptamos cuando tenía tres meses.
Qué bien, le contesté. Me salió ese qué bien mientras se me clavaban dos millones de alfileres.

Es increíble la velocidad que puede tener el pensamiento en un momento de tensión. Esa mujer estaba ahí, sentada en mi cocina, y yo saltaba de un lugar a otro de mi vida como si estuviera viendo una película vertiginosa. La miraba, de repente; la miraba y hacía un juicio implacable de cada uno de sus gestos, de cada uno de sus rasgos: no era linda, no me parecía inteligente, no estaba bien vestida, las ojeras le llegaban al piso, tenía un montón de arrugas y dos centímetros de canas en la raíz de la tintura barata, rojiza, descolorida. Seguramente, era más grande que yo; más flaca, pero sin gracia. La voz se le arrastraba en la garganta, como si la tuviera medio muerta. Y habían adoptado un hijo. Qué bien.
Me miraba, de repente, a mí misma, ahí sentada con esa mujer en la cocina, y escuchaba la cinta grabada que Gustavo me dejó enroscada en la carne: el hijo que no quise tener, los reproches que no se terminaron nunca; la brutalidad, innecesaria pero justa, de llamarme asesina todas las veces que pudo después del aborto, la malicia de asegurar que me abandonaba por no haberme perdonado ese hijo que aborté. Y con ella, qué bien, habían adoptado. Qué bien.

Sacó un atado de cigarrillos de la cartera y me convidó. No quise. Busqué los míos en la mesada y me senté dándole bien la cara. A ella le temblaban las manos. A mí, los ovarios.
Se llama Patricio, agregó, sin que nadie le preguntara nada. Tiene tres años, siguió diciendo. Tal como yo había calculado. Gustavo se fue cuando Patricio tenía menos de dos años, dijo con la misma voz medio muerta.
Abrí la boca. Ya le estaba por decir que a mí me importaba un pito su historia y que si Gustavo se había ido era problema de ellos y que yo no tenía por qué enterarme de cosas que no me interesaban en absoluto. Y de golpe sonrió.
Me indignó esa sonrisa. Decidí que me había equivocado al abrirle la puerta, que la mina estaba dispuesta a joderme. Imaginé que las próximas palabras iban a ser algo parecido a ese “por lo menos, a mí me dejó un hijo”. Con la misma velocidad estaba dispuesta a contestarle cualquier barbaridad.
Patricio es down, un síndrome de down, dijo atrás de la sonrisa. Y atrás de la sonrisa, inmediatamente, vi que los ojos se le habían enrojecido y que la mano que temblaba había hecho un avance por la mesa en dirección a mi mano y cerré la boca y sentí los ojos calientes. Y nada. No me acuerdo. No me quiero acordar.
Toda la tarde hablamos. Lloré sin ningún pudor, ella también lloró. En un momento fue al quiosco y trajo unas galletitas porque en casa no había nada más que mate y tres saquitos de té.
Es verdad que me sentía rara. Igual, me sentía mejor que con las mil horas de terapia, mejor que cuando tomo el Alplax, mejor que cuando salgo con un tipo y me olvido, al menos por un rato, de mi culpa y de mi drama. Y no es que me sintiera feliz mientras hablaba con Adriana. Las dos estábamos tristes y las dos, de alguna manera, estábamos en guardia. Pero me sentía mejor. Y no es que interpretara que en el dolor de esa mujer se consumaba una venganza. Al contrario, me asombraba más aquella paradoja que todo lo que me ensombrecieron todos mis fracasos.
Ella me dijo que Gustavo hablaba horrores de mí. Horrores y horrores; que la palabra asesina, o la palabra hija de puta, eran permanentes. Que cada vez que se le antojaba me mandaba de nuevo al infierno.
Me dijo que Gustavo rezaba, rezaba mucho, sobre todo cuando estaba pasado de vino, y que, en un tiempo, se le dio por ir como voluntario al hogar de niños para liberarse de su propia culpa.
Yo le conté mi parte, brevemente: que me aconsejaron un estudio porque ni bien empezó el embarazo tuve rubéola y que el mismo médico que me atendía insistió muchísimo con el tema de las consecuencias; que él tenía un hijo enfermo, que conocía bien ese calvario.
Le conté que Gustavo lloraba como un loco pero a mí no me abrazaba, no intentaba contenerme. Que me agredió. Que me dijo que había sido una boluda por cuidarle los chicos a mi hermana sin tener en cuenta que podía estar embarazada. Y sentí que me iba a quedar sola desde esa misma noche.
Adriana me contó que Gustavo se la pasaba repitiendo que me suplicó que lo tuviéramos igual, que mi decisión fue unilateral; que hablaba de su papel de sometido, de mi abuso, de su falta de potestad; que decía que él hubiera estado dispuesto a recibir a ese hijo y a quererlo y ayudarlo y todo eso. Y que, en algún momento, al principio, ella misma pensó que yo había sido inhumana y egoísta.
Toda la tarde hablamos.
Ella estaba mejor también. Era como si juntas pudiéramos enlazar los puntos sueltos, los que nos dejaron sin continuidad y sin respuestas. Era como si una corriente, amarga pero apacible, nos calentara las manos mientras el mate andaba ida y vuelta por la mesa.
Le conté que el aborto fue terrible. Que, por supuesto, con nuestras leyes, tuve que recurrir a un lugar espantoso, clandestino. Y que fui sola. Y volví sola. Que me sentí tan culpable que ni siquiera pude contárselo a mi hermana. Que me dolió todo.
Pero que nunca, nunca, ni por un segundo, me arrepentí. Tal vez porque soy más dura, más racional que sensible. Tal vez porque adivinaba que Gustavo prometía cosas que no iba a cumplir. De hecho, todas las noches llegaba tarde, todas las noches medio borracho. Y nuestro matrimonio no era nido para tolerar otros problemas más graves que el mal humor de la mañana, o la falta de plata, o la indolencia de Gustavo para conservar el trabajo.
Ella me confesó que, en ese aspecto, fue mucho más ingenua. Tal vez porque estuvo muy enamorada, tal vez porque la esterilidad la dejó sin ventajas, tal vez por competencia. Claro: cómo no demostrar que era mucho mejor que yo, que la otra, que la hija de puta, la asesina, la que había privado al pobre Gustavo de la dicha de ser padre.
La dicha de ser padre.
Me contó que un día Gustavo llegó del hogar con la novedad del chiquito down que habían abandonado. Claro, otra perversa, como yo. Que la contagió con esa aureola de beatitud, con ese desmedido amor piadoso capaz de redimirlo de la culpa. Que la convenció.
Tres meses tenía Patricio.
Me contó lo que fue su pareja con Gustavo desde entonces. Que no sólo fueron la noche en el café, ni el alcohol. Que aparecieron otras mujeres, y viajes imprevistos, y ausencias inexplicables. Que él no pudo soportar las exigencias, ni mantener el trabajo, ni conseguir otro subsidio, ni aportar nada. Que, al final, ella iba y venía sola con el nene, a todos lados, a la psicoterapeuta, al neurólogo, a hacer los trámites. Entonces los motores de los insultos fueron las obligaciones, eso que él llamaba sometimiento, abuso, falta de libertad. Hasta que hizo una valija y desapareció. Que ahora vive en Rosario, le parece. Que no manda un peso. Que igual, ella se arregla; mal, pero se arregla.
Me dijo que, de todos modos, no está arrepentida de haber adoptado a Patricio. Que una vez que las cosas están, están, y es así. Que tal vez, en mi lugar, hubiera hecho lo mismo, pero fue suficiente verlo, y tocarlo, y.
Son insólitas estas madres, parecen de hierro, parecen imposibles de quebrarse. Es cierto, a veces se les nota: la ropa, el crecimiento del pelo, las uñas blandas, esas ojeras, todas esas renuncias. Sé que yo no hubiera podido. Conozco mis límites.
Me dijo que es duro, es cierto, pero piensa que por algo le tocó a ella este destino. Me lo dijo hoy, a la tarde, cuando trajo a Patricio para que lo conociera. Me lo dijo mientras tomábamos mate – hoy hice un bizcochuelo – y en un momento nos distrajimos y Patricio se fue al patio, que estaba mojado, y se ensució las medias. Nos dio tanta risa.
Yo se las lavé.
Ahora la voy a llamar.
Realmente, no sé qué voy a decirle. Por algo, esas medias chiquitas, húmedas, ahí colgadas, me hacen bien.
Creo que no tengo nada que decirle.

2 comentarios:

josefina Quintero dijo...

Es un cuento que me impregna mucha ternura por el ser humano.

Rodrigo F Cervigni dijo...

Cuanto agrado me da encontrar este blog espectacular Laura. "Colgadas y Húmedas" es para un 10. Te FELICITO sinceramente y de todo corazon.. Excelente cuento, sin palabras. Prometo leert todos los dias (al menos cuando pueda). SOy Rodrigo FRaire Cervigni de Villa María -Cba- y tengo 22 años. Me gusta escribir cuentos también, pero no me salen ni cerca de los tuyos jaja.. te invito a mi blog para que compartamos letras e historias www.contateuno.blogspot.com
Un Saludos enorme y mas felicitaciones por tu labor.
Rodrigo