
La ventana está cerrada, digo, y con sólo decirlo compruebo lo intrascendente de la imagen: es una imagen vulgar, cotidiana, resabida; no comunica nada, no importa. Es una nimiedad, una prolija miseria que no deja ver desde el otro lado. (Hacia el otro lado, tampoco). La ventana está cerrada, digo, y alguien contesta:
Bueno.
En realidad, no debería pretender que interpreten, que estén atentos al hecho de que mi lenguaje quiere decir otra cosa, que es un lenguaje que ata lazos con eso que no digo. Y cuando nadie entiende, no puedo enojarme. Es un problema mío, absolutamente. Esta sensación de soledad tajante es mi patrimonio, mi responsabilidad, mi obra.
La ventana está cerrada, digo, y vuelven a contestar:
Sí.
Vino Marcelo.
Habló con todos.
Conmigo también habló.
Pero yo estaba metida en una cebolla que lloraba, en el aceite carbonizado, en no sé qué de la cocina y de la casa, mirando horas en el aire, en el humo. Habló conmigo pero no sé bien qué me dijo.
Tiró el aceite, puso uno nuevo, me secó los ojos, terminó por ofrecerse a hacer la comida.
Me dijo:
La ventana está cerrada.
Quise abrir la ventana para que se fuera el olor a quemado. Pero estaba trabada.
Hace muchos años compré cacerolas. No me acuerdo, creo que compré ocho, y a una, me la gané. Había que hacer una reunión en casa; vino una mujer, hizo una demostración. Mis amigas también compraron – en cuotas- y creo que comimos una tortilla o una torta dulce; y llegó Marcelo y me dijo que estaba loca, que las ollas eran carísimas, que a mí me vendían cualquier cosa, que esto, que aquello. Le expliqué cómo era lo de las cacerolas, le dije del ahorro, de la rapidez, del antiadherente, de las proteínas. Él hizo dos cálculos instantáneos, de esos, de los matemáticos, de los que le salen tan bien, y me demostró que, con la misma plata, hubiera podido comprar un bazar, una cena en Bahía, un colchón cero kilómetro, un secarropas, las cortinas, la mitad de las vacaciones.
La ventana está cerrada, digo, y alguien me contesta:
Ya sé.
Me cansé de perder, o declararme perdedora. Los detalles, ahora, no tienen importancia; basta con manifestar que las sensaciones eran muchas, siempre de opresión, de angustia; eso de la crítica, la desvalorización, el reproche. Una cosa como de humillación constante.
Y se disparó la dinamita. Dije basta.
Marcelo se fue. Hizo las valijas y se fue. Antes, trató de convencerme, claro. Pero se había juntado mucho explosivo en mi silencio.
Jamás usé las ollas como correspondía. Fuego mínimo, no: fuego al máximo; vapor, no: hervir como de costumbre; jabón blanco, no: detergente, igual que para todo.
Las ollas se arruinaron, dejaron de brillar, los chicos crecieron, fideos con manteca o milanesas, cuota alimentaria, nada de juicios ni de pleitos. Siempre nos respetamos bastante. Pero él tenía razón: las ollas eran caras. (Le di la sartén más chica y una cacerolita como para dos salchichas en la división de bienes. A mí no me servían)
Me quedé con la casa, con el colchón hundido, hundida en el colchón, muerta de miedo pero disimulando; disimulando también, la cuestión de la libertad y de las aventuras.
Me fue mal, muy mal. A vos te venden cualquier cosa decía Marcelo.
La ventana está cerrada, digo, y me contestan
Ufa.
La puerta, en cambio, quedó abierta; constantemente. Porque nos quisimos bastante, pese a todo, porque nos seguimos queriendo, de otra forma, con la forma del respeto, de la copaternidad, como decía mi analista, - tuve que ir a un analista, mucho tiempo- porque se nos ocurrió la idea de ser consecuentes con el pacto de traer hijos al mundo, y porque cada cosa, cada diente, cada boletín, cada resfrío, sirvió de excusa, de vehículo, de almohada, de noche en vela los dos juntos. Porque, a veces, Marcelo venía a la hora de la cena y yo le adivinaba el hambre de calor, de casa, de mesa, de risas de los chicos, y por ahí le ofrecía una comida rápida, jamás hecha en las ollas caras que ahora tenían las manijas rotas, y rayones, y el fondo antiadherente adherido al huevo y a la salsa. Pero igual era comida casa, casa comida; y sin pensar estábamos alrededor de aquel bochinche de la mesa, y contando historias como el primer egreso, el primer novio, la comunión, el yeso en el tobillo, la cara de susto en el examen, la cuota del colegio, las zapatillas rotas. El abismo.
La ventana está cerrada, digo.
Nadie me contesta. Se fastidian.
Uno no sabe cómo se dan las formas. Se arman, como dibujos; se pegan con plasticola o con engrudo, van deshaciendo fechas, sueños, estructuras.
Un día llegué y los chicos dijeron: Mamá, papá va a ser papá.
Creo que lo felicité con ganas. No me acuerdo.
Él confesó que hizo un cálculo matemático, pero le salió mal. Me dijo de la trampa o de la reja o del error. No sé. Pero se fue un poco más lejos, más triste, más confundido. Yo sabía que también se iba feliz.
La ventana está cerrada, dije. Fue una sentencia.
Conocí a Guillermo.
Papá, mamá tiene novio.
Mamá, papá viene a las nueve.
Papá, mamá salió.
Mamá, papá te dejó plata y un recibo.
Papá, mamá no está.
Mamá, papá dijo que quiere hablarte.
Papá, mamá no puede hablar con vos hasta el domingo.
Mamá, papá viene a buscarnos a las nueve.
La ventana está cerrada. La ventana está cerrada. La ventana está cerrada.
Uno no sabe cómo se deforman las cosas. Se desarman, como dibujos en el agua; se despegan con tiempo y con madurez, van deshaciendo rencores, daños, desvelos, estructuras.
Y como la puerta quedó abierta, Marcelo vino, ese día, por ejemplo, y tiró el aceite y me secó los ojos, y me dijo que abriera la ventana para que saliera el humo. (La ventana estaba trabada)
Después llegaba Guillermo, con las flores, con el olor de las lavandas, con el rumor de la noche. Con la condición de que los chicos ya durmieran, sin saber, sin participar, sin compartir. Con la imposición de que yo dividiera en dos los pasos.
Papá, mamá está triste.
Y la ventana está cerrada.
De repente nos miramos.
Dos de los chicos estaban frente al televisor, otro estudiaba, el otro no había llegado.
Me dijo: qué raro, esas ollas, al final, no eran tan malas, todavía las tenés, parece mentira.
Le dije: es cierto, pero están feas, todas rayadas, se pega todo. Al final, eran caras.
Me dijo: qué vida de mierda, Irene. Lo dijo mientras yo tiraba cebolla en el aceite, mientras crujía la cebolla, mientras los ojos me lloraban porque había aire de cebolla y porque tenía olor de cebolla en cada uña.
Claro. Qué vida de mierda.
Porque cuando Guillermo llegara a buscarme, de ninguna manera podría olerme ese tufo; porque, seguro, iba a fruncir la nariz cuando yo transpusiera la puerta de calle y dejara mis cosas, mis rayones, mis hijos, mis realidades; en definitiva, mi vida.
Porque cuando Marcelo se fuera a vivir su vida nueva, a mí no me quedaría otra cosa que tapar la cebolla con perfume.
Entonces llamé a Guillermo, puse cualquier excusa y cancelé la salida.
Mi vida es un olor de cebolla, Marcelo, le dije.
Abrí la ventana, me contestó.
¿Otra vez? ¿No te dije que se trabó hace mucho?
Y dale, no importa, abrila.
Pero estaba trabada.
Carajo, dije, no puedo.
Y vino él, sin ningún cálculo, y abrió con fuerza, solamente con fuerza de manos grandes, y alguno de los chicos se asomó y preguntó qué hay de comer esta noche y yo, no sé, estoy viendo, y la cebolla se quemaba.
¿Sabés qué pasa? Me dijo.
Y yo sabía.
Yo sabía que nunca nos habíamos abrazado llorando.
Se lo dije.
Y él lo estaba diciendo al mismo tiempo.
Y los dos dijimos sí con la cabeza.
Y con la ventana abierta, ahí, mientras se quemaba la cebolla, mientras se ponía negra como el carbón, como el pasado, como el atrás de la ventana, como la cara de Guillermo oliendo feo, ahí, nos abrazamos, llorando a gritos.
Uno no sabe cómo se dan las formas. Se arman, como dibujos; se pegan con plasticola o con engrudo, van formando otras fechas, otros sueños, otras estructuras. Se convierten. Se aprenden los perdones y los duelos, se asumen las roturas, se liman las aristas. Se adhieren paisajes nuevos a las ventanas, y otras esperanzas, y otros caminos. Se despegan los castigos inconscientes, se deshacen las torturas sin sentido.
Tal vez, por esa ventana abierta, recién abierta, después me llegaría otro perfume.
Esa noche, los chicos y yo comimos comida comprada.
Primer Premio “Nosotras y Ellos”
Asociación de Mujeres “El Carmen” de Ledesma
Salamanca, España
Año 2006
3 comentarios:
Laura ¡Como me gusto "Olor de cebolla" ! tan cotidiano,tan intimista, tan bien escrito, tan universal! Merecido el premio A tal punto me gustó que lo voy a compartir con una amiga, pues justamente hoy mientras me teñía el cabello , me contaba cosas acerca de la barrera de frío que se estaba produciendo entre ella y su marido ( son abuelos recientes ) y en nuestra charla hubo mucho de lo que vos contas en "Olor a cebolla" Te felicito!!!!
Genial, Milagros, eso de que mientras te teñía el cabello tu amiga... Las mujeres somos así. Este cuento es así.
Gracias!
Estimada:Symbolicus Editora convoca a responsables de talleres literarios que deseen publicar las producciones de sus participantes (cuentos cortos para adultos y poesías).
La idea es apoyar la labor cultural que realizan diversos talleres de escitura y a quienes transitan con vocación el mundo de las letras y desean ver publicadas sus obras.
La propuesta consisitirá en un trabajo colectivo (Antología) y se autogestionará.
Solicitamos escribirnos a: symbolicus@yahoo.com.ar para darles mayor información.
Saludos cordiales.
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