9/9/21

AZUL Y PERLAS (Serenata)

 



Le pareció. Al principio, solamente le pareció.

Y siguió cosiendo perlas con forma de lágrima en el centro de los azahares de tela.

Dos perlas lágrima, cuatro, diez perlas lágrima.

Y té con edulcorante una manzana y la radio.

                               

         Hubiera sido descabellado seguir viviendo tan solas después de que la madre enviudó. Y si se quedaron en Adrogué tanto tiempo, pese a lo que había pasado, fue por la exigencia absurda del padre; un capricho, un imperativo.

Pero cuando él murió pusieron la casa en venta, por fin, para mudarse a este departamento, un primer piso a la calle. Y conseguirlo ahí,  justo enfrente del destacamento policial, realmente, pareció obra de la providencia.

 

          Volvió a mirar. El policía también la miró.

 

          La providencia. Como si fuera tan fácil deshacerse del fantasma del pánico.

Ni siquiera junto a esa ventana. Ni siquiera después de tantos años.

         

La tarea es minuciosa, prolija, delicada, pero los ojos ya no necesitan seguir el curso de la aguja que arrastra un hilo blanco, casi transparente; lo va llevando, lo acompaña dando vueltas y lo mete en el conducto de la perla; lo rescata, tenso, obediente; el hilo y la aguja sujetan la perla, la envuelven, la van apretando contra la tela suave. Diez perlas lágrima. Quince, veinte.

                             

         A veces, de la comisaría salen caras. Son caras precisas, con rasgos precisos, con el preciso espanto de la cara de la bestia, que no se borra nunca.

Son caras de hombres que llegan o se van, a veces esposados, a veces a empujones, resistiéndose. A veces los llevan a otra parte en un camión celular. Algunos se entregan; otros, salen libres a la calle, fastidiados o risueños. Algunos tienen caras horrendamente parecidas a la del hombre que se metió en la casa de Adrogué, algo como una sombra de barba o una mueca de recelo o un gesto extraviado. O la cara de éxtasis que tenía la bestia que se metió en la casa de Adrogué.

 

         Por suerte, el hombre de azul está siempre ahí; está quieto, o silba, o contesta preguntas, o camina de un lado a otro con las manos en la espalda y con el machete rígido, colgando, balanceándose, golpeándole los muslos.

 

        El hombre de azul que hace guardia, hoy, la mira. Ahora está segura de que la mira.

 

        Otra perla lágrima, y el sol, y una cinta de raso, y una flor de azahar, y tul. Y tomar la vitamina “ C “, comprobar si está nublado o refrescó, colgarse en el paisaje estático de la vereda de enfrente: bandera, escudo y centinela. Una galleta de salvado una perla lágrima y la radio.

        Porque, en realidad, esa imagen hace que se sienta protegida; sabe que, desde allá,  está incorporada a una parte del paisaje, que la reconocen, que ya casi de memoria le adivinan los movimientos con que cose perlas a los ramos de novia.

Desde enfrente, la cuida un hombre de azul que no tiene cara porque puede tener todos los días una cara distinta;  puede ser más alto o más bajo, más amplio o más delgado.

        Aunque el de hoy  tiene ojos; seguro que tiene ojos porque la está mirando. Y también tiene labios, porque se pasa la lengua por los labios, mirándola.

Una perla lágrima un azahar y la radio.

 

Los cuadraditos de los anteojos son como un balcón, una baranda para que la mirada se decida y se apoye en toda esa curiosidad que cruza la calle, que baja por el mástil de la bandera, que se encuentra con una lengua y unos ojos que no tenían cara, que sigue bajando y pasa por el arma que cuelga, negra, en el cinturón negro; y por la mano del hombre de azul que también baja y ahora está desabrochando, lentamente, el pantalón. Mirándola.

 

        No importa que se ensanche el agujero de la memoria, que se proyecte la escena de otro revólver frío, incrustado en el cuello, justo cuando llegaba a la casa de Adrogué. No importa que se mezcle el murmullo de la radio, zumbando, con la voz ronca diciendo entrá o te mato, y el aire que se iba, y el grito que no podía salir de la garganta, el encierro en el baño a oscuras, los azulejos oscuros, el llanto de la madre en el otro extremo de la casa, los sonidos, extrañamente cotidianos, de cajones y puertas cerrándose a los golpes, las cosas cayéndose, los libros, la tapa del piano, la puerta del baño abriéndose y el tirón en el brazo, la espalda rebotando contra la cama, la ropa chillando por desgarrarse a manotazos, la otra lengua caliente en los pezones, el pelo  tironeado como por garras, la cara de la bestia, el dedo doloroso en el ano, las piernas abriéndose a la fuerza hasta poder quebrarse, y el trépano, y el trépano, y la furia, y el crucifijo girando, allá arriba, como giraban estúpidamente todas las cosas de la habitación.

        Todavía, a veces, siente las tenazas en los brazos cuando cose perlas en el centro de los azahares.

 

El hombre de azul que no tiene cara y la cuida, también tiene respiración. Y desde la cocina se huele dorado el caldo amarillo para el almuerzo.

Una perla lágrima el vidrio empañado con el aliento y la radio.

 

El hombre de azul dedica cada movimiento de su mano a los ojos balcón que ya no pueden despegarse.

 

           Allá, en Adrogué, hace muchos años, quedaron el silencio escandaloso de los gorriones y el verde oscuro de las sombras. Quedó la cara de la bestia. Quedó la voz del padre, sentenciándola por imprudente, determinando volver temprano o no salir; mejor, no salir; no atender a nadie, no recibir a nadie; mejor, no hablar con nadie. Mejor, ir pensando, para el resto de los días, en armar ramos de novia para otras novias. Y vivir en Adrogué hasta que él se muriera.

         

El hombre de azul tiene labios, lengua, respiración, calor, ojos. El hombre de azul, apoyado en la garita, pegado al cordón de la vereda, no se parece a la bestia. Este rumor que a ella le va saliendo del pecho no se parece al estertor que rompía, que sonaba con asco. Esta serenata creciente no se parece al otro miedo, ni a la desnudez ni a las lastimaduras, ni a los jugos ni a los dolores.

            Y nadie los ve.

         

 Allá, en Adrogué, quedó la lentitud morbosa de las miradas de los otros y quedó la vergüenza.

           Ahora es un concierto de impulsos entre la mano del hombre y la mano de ella, que sujeta el tallo de un ramo; y los azahares y los tules que se enredan; y la aguja, quieta, que quiere enhebrar otro hilo, guiarlo, meterlo por los tubos, volver. La boca contra el vidrio, los ojos decididamente contra los ojos, el aire y los olores, tocándose, como si la calle no existiera. Rítmicas las manos, blancas; la de ella, casi de novia, temblando entre las telas y el nácar; la del hombre, vigorosa, perdiéndose en el color uniforme del azul; acompasadas, enérgicas, cada vez más rápidas. Es un tambor la rodilla que golpea la mesa, una secuencia de percusiones, un cascabel el tintineo de la cuchara en la taza vacía de té. Son lamparones opacos los que se forman en el vidrio cuando las cuerdas vocales responden a los músculos que se endurecen, es un ronquido y es una canción y es una nota prolongada y aguda; y es un ramo, blanquísimo, que vibra, que se sacude, que explota, que se deshace en una infinitud de perlas lágrimas volcándose, escurriéndose entre las piernas de ella, queriendo saltar por la ventana, brotando desde lo azul.                                    

          

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